IV

  

Paideia

 

 

 

 El hombre es un animal que desea creer, que desea la certidumbre de una creencia; pero que no desea saber.

 (Cornelius Castoriadis: La insignificancia y la imaginación. Diálogos, pág. 27)

 

 

 

Solo la ilusión, no el saber, hace al hombre feliz.

 (Stefan Zweig: El mundo de ayer. Memorias de un europeo. Ed. Acantilado, 2013, pág. 291)

 

  

El hombre vale lo que sabe; pero no vale más el que sabe más, sino el que sabe mejor. Aquel podrá tener mayor número de ideas; pero este le tendrá mayor de ideas buenas, y estas valen más que aquellas. Por esto se dijo que hay burros cargados de letras. La bondad de las ideas tiene dos solas medidas: primera, la verdad; segunda, la utilidad.

 (Jovellanos: «Instrucción dada a un joven teólogo», Obras completas, XIV, pág. 872)

 

 

 28

 

Una sola muerte próxima conmueve más que la de millares más lejanos. Y no es que la razón no sepa matemáticas, es que el sentimiento tiene puertas muy grandes por donde sabe entrar. Desde hacía cuatro meses, el famoso filósofo no dejaba de ser asediado, una inquina refinada y asesina le perseguía, a él y a su fama: en enero con los atentados a la clínica y a su familia, en febrero estrechando un nuevo cerco amenazador, en marzo todo aquel laberinto de opiniones que había sembrado un juicio cuyo objetivo era la confusión, y, ahora, en abril, quebrantando la inocencia de sus escolares y arrojando un cadáver infantil ante él, y, lo más enervante, consiguiendo presentarle indirectamente como responsable. Sin embargo, él sería el último que podría llegar a rendirse. Ni siquiera debería concederse mostrar flaqueza alguna.

 

El doctor Delmundo pasa la noche en vela, en la habitación del hotel de Windhoek, en Namibia, con aquel gran peso sobre sus espaldas, desolado y con todos sus nervios en tensa actividad. Le resulta imposible poder dormir, a pesar de lo agotado que se halla. Él no es el responsable de la muerte de Raquel, ¡de tan solo diez años!, pero Adolph se la ha cargado sobre su conciencia. Esta noche de este viernes uno de mayo es una de las más dolorosas de su vida. En una habitación contigua le acompaña su nieta. Silvia le ha prometido que se tomaría un SF-3 para dormir.

 

«Espero que ella esté durmiendo ya, mañana será otro duro día».

 

El pésame, el velatorio, el revuelo de toda la jornada, el estar afligido y el tener que estar a la altura de las circunstancias eran las sensaciones que todavía duraban, taladrándole el espíritu e impidiéndole pensar con mayor tranquilidad. A las dos de la madrugada sale de su hipnosis dolorida y cae en la cuenta, con plena consciencia, de que ha estado tres horas paralizado, sin moverse, sentado, sumido en aquel sufrimiento que no podía ser desplazado. Consciente de que lleva mucho tiempo sin comer, y sin ningún apetito aún, busca las pastillas energéticas y se toma una. Después de unos sorbos de agua parece que algo se mueve en su espíritu. Los recuerdos de los últimos acontecimientos vividos en las últimas semanas empiezan a aflorar solos.

 

«Ha sido un mes de abril casi perfecto, pero este uno de mayo ha venido a ensombrecerlo todo».

 

Desde el lunes treinta de marzo hasta ayer jueves treinta de abril ha vivido treinta y dos agitados y emocionantes días dedicados a la revisión que lleva a cabo una vez al año en el funcionamiento de las paideias y las universitas. Sin que la sombra de Raquel desaparezca de su espíritu, a la memoria de este “pedagogo revolucionario”, como le tildan algunos periodistas, van llegando los recuerdos más impactantes de todo lo que ha vivido recientemente, después del teatral juicio.

 

A pesar de que Yóbrek y Silvia se lo reprochen, porque no quieren que se desgaste tanto en esas tareas de campo (solo aparentemente secundarias), mientras que se sienta con fuerzas él va a continuar todos los años con esa inspección sistemática del funcionamiento del sistema escolar introducido a partir de sus teorías sobre el troquelamiento educativo. Y aunque suponga viajar a ocho ciudades (cuatro paideias y cuatro universitas) en un tiempo tan corto y elaborar informes sobre lo que allí ha visto. Las paideias de Barcelona, Santiago de Chile, Pequín y Nairobi le acogieron todas con visible afecto; solo un percance desagradable, en China, con aquel profesor.

 

Efectivamente, los recuerdos de esta noche de insomnio empiezan a trabajar solos y, como en una película, se despliegan algunas escenas inolvidables. Recuerda que el miércoles 15 de abril sus dos nietos vinieron a visitarle a Kenia, cuando se hallaba en la paideia Meave Leakey, que culminó con aquella maravillosa excursión al Kilimanjaro, en su compañía. Fue en medio de las vistas divisadas a esas alturas cuando le sonsacaron aquella mala impresión que aún le afectaba en el ánimo.

 

En la subida al monte más alto de África, en bólido y solo una parte a pie, la panorámica a más de cinco mil metros era espectacular. Allí, mientras disfrutaba de los espléndidos paisajes, se detuvo a resumir sus impresiones sobre las visitas recientes a las cuatro paideias:

 

—Lo más importante es que no se aprecian distinciones regionales… hay una homogeneidad que indica que la metodología pedagógica está funcionando bien… las diferencias se encuentran en los casos particulares.

 

—¿Ha habido algún percance, abuelo?, el año pasado... —en este punto el abuelo interrumpió a su inquisitiva nieta:

 

—Un profesor pekinés enseñaba a rezar a los niños de tres años, eso fue lo único desagradable. Lo justificaba como parte de una teatralización… pero era claro que pretendía transmitir a los niños sentimientos de miedo y respeto ante aquella divinidad. Totalmente inapropiado pedagógicamente. “Dios” es un concepto estético demasiado complejo para esta edad. En la mayor parte de los casos no se trata de sentimientos nobles, sino de fantasías desordenadas, de dogmas y supercherías, ¡narcóticos!, —acabó exclamando enfadado el abuelo—. En el fondo, pretender que los niños sientan miedo a los ídolos (o reverencia, aquí da igual) es muy peligroso. —Y añadió contrariado—: Por eso, ante la contumacia de aquel profesor escurridizo, que no quería admitir su influencia y propósito, tuve que apelar al claustro de profesores. Ellos juzgaron: lo expulsaron. Y no apeló. Me quedó muy mal sabor de boca.

 

Edmundus no pudo evitar rememorar, estático en aquella atormentada noche de hotel, el resto de aquella excursión y la conversación que tuvieron en la subida a pie, los últimos trescientos metros. En la cima del Kilimanjaro (tenían suerte, el día estaba despejado) sus dos nietos le oyeron meditar en voz alta:

 

—¡Cuánto me alegro de teneros a mi lado! Aunque me siento aún joven y fresco, mis ciento cuarenta años me pesan. Es duro ir viendo cómo vas dejando a tantos seres conocidos y queridos en el camino.

 

—Abuelo, ¿te das cuenta de que nosotros tres moriremos en tiempos muy próximos? Quizá te sobrepasemos en unos veinte años… —dijo Silvia, para mimarle. Ellos vivirían hasta los ciento veinte y él hasta los doscientos.

 

—¡Casi tenemos la misma edad! —remató Yóbrek. Y el abuelo se esforzó por sonreír y por disimular. Sintió la tentación de decírselo en aquel preciso momento, pero «¡no, no sería bueno antes del fin de la tesis!»  Así que, para disimular del todo, cambió de tema:

 

—¿Has puesto ya fecha final a tu tesis?

 

—Sí, en septiembre o quizá octubre. Tengo que repasar algunas ideas contigo con calma. —Y añadió, ahora dirigiéndose a su hermano—. Ah, te la pasaré con tiempo para que la leas, espero tu opinión despiadada. Puede que haya preguntas impertinentes del tribunal. Tú puedes ayudarme en esto, para que no me pillen desprevenida. —Asintió, mientras el abuelo vio cómo cogía a su hermana por el hombro brevemente y le daba el aliento que necesitaba, adivinando que él debía decirse a sí mismo: «No creo que puedan pillarte desprevenida. No saben a quién se enfrentan». Y a la vista de esta fecha el abuelo, había rematado la escena:

 

—Entonces, en octubre, después de la tesis hablaremos los tres. Por supuesto, repasaremos antes esas ideas… Silvia… y con Yóbrek, que siempre añade su propia perspectiva... indispensable.

 

El abuelo observó cómo los dos hermanos habían quedado intrigados sobre aquella cita para octubre… «Algún nuevo proyecto que no quiere adelantarnos… por algo… ¡seguro!», parecían estar pensando.

 

29

 

Miró el reloj y eran las tres menos cuarto. Había permanecido sentado en aquella silla dura, buena para trabajar en un escritorio, pero incómoda para tantas horas de absorta inmovilidad. Se trasladó a un sillón más confortable desde donde se divisaba la avenida que daba al gran parque que había frente al hotel. Pasaban con alguna cadencia bólidos silenciosos, arriba y abajo. La visión del parque le trajo a la mente la primera visita, de las tres con que le habían agasajado sus dos nietos, en Barcelona, el 31 de marzo. El paseo que dieron los tres por el parque y luego por la ciudad fue antológico, inolvidable. Rememora que estaba trabajando en los casos de niños que había seleccionado, con algunas anomalías, cuando recibió su llamada.

 

«Recuerdo perfectamente a Tian, de tres años. Demostraba una gran descoordinación con los ritmos musicales y era inepto para la danza. Fue el cuarto caso que analicé en la paideia Rosa Sensat. En los cuatro niños lo mismo: padres adictos al alcohol, al sexo o a esa droga sintética tan extendida, el aglow. Sí, Tian tenía curiosidad y a la vez miedo por aquella habitación donde su padre tenía varias muñecas ninfómanas, Adonis priápicos y todo tipo de objetos estimulantes. Estaba bien claro que aquella sala no era una habitación más; tenía connotaciones morbosas; el padre necesitaba de ese morbo; y el niño lo sabía. Por eso propuse que debía pasar una terapia si querían recuperar al niño después del semiinternado al que iría; su madre no era la solución, era adicta a las compras y colaboradora de su marido».

 

«El sentimiento de culpa de Tian no era buena señal; a esa edad es muy peligroso. Ya empezaba a estar visiblemente perdido.  «¿Te gusta tocar palmas y bailar?», le pregunté, y me respondió: «..Pero yo no sé…». «¿Por qué no sabes?». «Porque todos me miran», y añadió «y a mí no me sale…». «¿Por qué crees que todos te miran?», continué. «Porque no me sale…». Se trataba de un círculo vicioso. El niño se siente observado porque previamente se siente censurado. De ahí la inseguridad».

 

«Espero que hayan seguido mi recomendación. Era importante que empezara a hacer más intensivamente teatro, como terapia. Vi que la directora no veía la relación, por eso le aclararé que «El niño ha de distinguir dos niveles de realidad: la ficción teatral y la realidad diaria. Y ha de aprender con ello, sobre todo, a tener sensaciones de autodominio. Tiene la edad ideal para empezar», y entonces asintió empezando a comprenderme».

 

«Ah, qué importantes son los esquemas estético primarios. Qué importante abrirse bien al juego libre y al reglado, a las relaciones pautadas y a las creativas, y a la vida y a lo que esta tiene de escenario, en el mejor y en el peor de sus sentidos...».

 

Aunque era una de sus facetas menos divulgadas, las teorías pedagógicas de Edmundus estaban muy elaboradas. Los estudiantes de pedagogía lo sabían muy bien, casi tan bien como sus dos nietos. El perfecto conocimiento que tenía de las patologías y sus investigaciones estéticas se habían cruzado perfectamente con su teoría del troquelamiento, o sea, con el hecho de que habrá pautas de las que el niño ya no podrá salirse una vez afianzadas; de ahí que haya que elegir las buenas y tener el máximo cuidado con las dañinas.

 

«Fue cuando daba las últimas instrucciones sobre este caso cuando oí sonar el teléfono. Eran Silvia y Yóbrek. Y convoqué a los dos profesores con los que quería hablar, Jordi y Mercè, para el día siguiente. Me tomé la tarde libre para estar los tres juntos».

 

El abuelo se sentía inmensamente feliz por poder disfrutar de la compañía de sus dos nietos. Era duro vivir tantos años. Su tiempo “natural” se iba yendo hacia un pasado cada vez más remoto. Por eso, para sentirse bien, tenía una cierta dependencia de verlos asiduamente. El trato estrecho con ambos le mantenía vivo, no solo con las ideas bien plantadas, sino también con verdadera ilusión de vivir.

 

«Quedamos directamente en un restaurante en Montjuic. Durante la comida empecé por comentarles los cuatro casos que había tratado esa mañana y recuerdo todo lo que les dije. Me parece increíble que siempre estén mostrando todas esas ganas de aprender y de interesarse por mis cosas»:

 

 —Nunca falla, siempre están detrás de todo las familias, especialmente a esas edades, entre uno y tres años. Y la inspección de las aulas equivale a hacer una radiografía de sus hogares. Y ahí está la dificultad. Todo mucho más escurridizo. El problema de la pérdida de la patria potestad, porque los niños tienen un apego emocional primario hacia sus padres.

 

«El niño es muy delicado, pero tiene también una gran capacidad de reacción», pensaba ahora en el hotel africano mientras veía cómo se deslizaba ante él un bólido en la noche, que le devolvía a la realidad. Pero retomó al instante su monólogo interior: «El mal está en el abandono del problema o en dejar que se enquiste». Volvió a remojar los labios, lo hacía espaciadamente, mientras miraba hacia las luces del exterior. «Sin embargo, cada problema superado les hará más fuertes». Su danzarina imaginación volvió de nuevo a Barcelona:

 

«Y cuando ya acababan de comer, aquella mala noticia. «Qué casualidad», se vio que pensaban ambos, los dos recibían a la par un mensaje. «Es mamá», exclamaron. «Poco después nos conectamos a la crónica: «El arbolado del paseo del Muro, en San Lorenzo, la céntrica playa del distrito de Gijón, en llamas». Cuatro pirómanos apresados, todos disfrazados de Adolph Kirk, diciendo ser Joseph Kirk, guerrilleros de Kirkstratos. Solo la mitad de la arboleda pudo ser salvada. El rociado con sustancias inflamables había sido muy concienzudo. Habían aprovechado la noche anterior. Huían en un bólido sin permiso y fueron detenidos por las patrullas aéreas del ejército. Yóbrek comentó que cumplida la misión, a los pirómanos no les atribulaba ser apresados. Es más, parecería que formaba parte del plan. «Se trata de dar la máxima publicidad, mientras se hace daño», recuerdo que concluimos».

 

Tan absorto se hallaba en sus rememoraciones que tenía que hacer esfuerzos para volver a la realidad del presente. La noche transcurría con su peculiar ritmo.

 

«Nada podíamos hacer desde allí. Silvia supo por su madre que su piso debería ser pintado, que solo había quedado afectado por el humo. Y volvimos a hablar por enésima vez de Adolph y entonces Yóbrek nos reveló su paradero»:

 

—Sabemos que Adolph Kirk organiza su ejército desde una isla del Caribe. La noticia está a punto de darse a conocer, para ponerle nervioso y llevarle a cometer algún error. Es un enigma todavía de dónde obtiene tantos recursos y tanto dinero.

 

—¿Por qué no ha sido atrapado ya?, —inquirió con rabia la nieta.

 

—La prioridad es dar con toda la trama, antes de detenerle. Aunque quizá sea preciso pararle… hay daños que pueden ser irreversibles.

 

«Nos fuimos después a pasear entre la arboleda de Montjuic, una parecida a esta que se ve desde aquí. Mis dos pequeños desconocían hasta dónde estaba afectado personalmente con todo este ataque orquestado en definitiva contra mí. Por eso trataron de tranquilizarme»:

 

—Abuelo, ¿crees que nuestros enemigos pueden alcanzar su objetivo? —me dijo Silvia mientras me agarraba del brazo y me sacudía cariñosamente.

 

—No lo alcanzarán, estoy seguro.

 

—¿Y eso?, —preguntó Yóbrek.

 

—Podrían en teoría aniquilarme a mí personalmente o a cualquiera de vosotros dos, ¡eso no podría soportarlo yo! Cometerán decenas de atentados más contra la red sanitaria y la educativa. Pero con eso no alcanzarían el objetivo. Lo que quieren es cambiar el modelo de sociedad.

 

—¡Pero cómo van a conseguirlo!, —exclamó la nieta.

 

—¡Precisamente!, ¡no pueden! Para ello deberían tener mucho más poder sobre la opinión pública. Pero, a pesar de que controlen muchos medios de difusión y de que haya un buen porcentaje dispuesto a seguir cualquier camino, una parte de la población está sana y muy bien informada. Esa es la barrera que no podrán superar. De momento tratan de sembrar dudas y de crear miedo.

 

—¿Crees que peligran nuestra vidas?, —reflexionó en alto el capitán.

 

—Sí, pero no osarán arriesgarse en vano con el ojo de satélite.

 

—¿Tienes un ojo de satélite?, —se asombró Silvia. Yóbrek ya lo sabía, y estaba a punto de decírselo a su hermana. A la vista de tantos atentados, apuntando en la misma dirección, se habían adjudicado no uno sino tres ojos de satélite.

 

—Lo tenemos los tres, —dije.

 

—Sí, Balance no quiere escatimar medios con tal de desarticular la banda de fanáticos —remató mi nieto.

 

—¿Y cuándo pensabais decírmelo? —protestó ella.

 

—La decisión fue tomada hace poco —aclaró Yóbrek—. Iba a decírtelo, por eso he podido venir hoy contigo a la ciudad condal. No es algo para transmitirlo al aire. Ya sabía que el abuelo tenía información directa…

 

—Has de tener cuidado en el interior de casa. Después de una hora, se deshabilita el ojo, para no irrumpir en la intimidad, salvo que haya un peligro visible.

 

—¿Y cómo sé yo que está deshabilitado? —volvió a protestar.

 

—No te preocupes, todo lo grabado es tratado con la máxima privacidad. Primero son los robots quienes se ocupan de seleccionar las escenas significativas, si las hay. Y los robots no son curiosos… Y, ya sabes, después de una hora, si no hay indicios de peligro, se desconecta —acaba aclarando su hermano.

 

«Tras unos momentos de silencio y de coger resuello después de aquella empinada cuesta, volví a retomar la palabra»:

 

—En realidad, sí están ganando parte de la batalla. Porque están cambiando nuestras vidas. El tema que hoy me preocupa es la educación y, sin embargo, estamos hablando de nuestros miedos…

 

«Todos callamos un buen rato y aprovechamos para recrearnos en las hermosas vistas. Barcelona era una bellísima ciudad, otro ejemplo de urbanismo y de crecimiento racional».

 

Un bólido se desliza delante de sus ojos, tras la ventana, con sus potentes luces iluminando todo por un instante. La avenida que tenía delante cruzaba toda la ciudad de Windhoek por la mitad, como una especie de diagonal barcelonesa. El clima de Namibia, en el sur de África, era el que te recordaba todo el tiempo que estabas lejos de casa.

 

«Fue buena idea que Silvia nos propusiera visitar el Panópticummuseum durante la tarde. Pudiendo ir con ella hubiera sido un error dejarlo pasar. Ella es capaz de que descubras lo que tu ojo no ve por sí mismo. Y fue curioso, no teníamos los mismos gustos, algunos sí, desde luego. A Yóbrek le gustaron especialmente los Svetlanas, de finales del siglo XXI. A mí, sobre todo algunos Picasso, Svetlanas, Martins y Kavitas, este último un pintor muerto recientemente al que he conocido personalmente. Los Miró me parecieron los mejores para decorar ciertas paredes de las paideias. A Silvia le gustó todo, por este orden: Kavitas, Picasso, Svetlanas, Martins e Irinas; el resto irían todos en un último paquete. «Todo excelente y algunas obras geniales», según ella misma glosó».

 

Una pareja de enamorados, no era difícil adivinarlo, pasó por delante con marcha ralentizada, como queriendo detener la noche africana.

 

«A menudo, quieren sobreprotegerme. A la salida del museo, mi nieta, que solía ser la primera en decir lo que ambos habían hablado, me invitaba a que me diera una vida menos ajetreada»:

 

—¿Por qué no dejas estas tareas rutinarias, la inspección anual y todo lo demás, en manos de los inspectores tan bien preparados que existen? Lo tuyo es la investigación.

 

—Los inspectores ya hacen continuamente su trabajo. Lo que yo evalúo es ínfimo. Sigo trabajando porque no hay que perder el contacto directo con los problemas de raíz. Una teoría sin trabajo de campo se convierte en pura especulación. Me sirve más a mí que a la causa… —recuerdo que me esforcé en dejárselo claro.

 

«Continuamos hablando de temas cruzados, de la educación, del arte, de sus estados de ánimo… también de la marca que iba curando en la cara izquierda de Yóbrek, desde el pómulo alto hasta la comisura de la boca, que le daba un aspecto algo siniestro y nos traía a la memoria a Constanza y a Adolph».

 

«Entonces empezó aquella discusión en broma de los dos hermanos. Por mucho que lo intentaran no podían disimular que se adoraban mutuamente, tanto como yo a ellos»:

 

—¿Cuándo te vas a echar una nueva novia, Brecucho? —se oyó mientras contemplábamos la casa Lleó Morera de Lluís Domènech i Montaner.

 

—¿Y tú, cuándo te vas a echar un novio de verdad? —fue la respuesta que pudo escucharse a viva voz, en medio de otras frases provocadoras y traviesas, cuyo fin era sonsacar algo de la vida más privada.

 

—Si te digo la verdad, nunca he estado tan perdido como ahora… Tendré que esperar a Cupido, él manda. —Me parecía que mi nieto “mentía” sin saberlo.

 

—Yo no me siento capacitada para un proyecto de vida sentimental estable. Es como si la obsesión de la tesis absorbiera todos mis objetivos… tendré que esperar.

 

«Después de reflexionar sobre la “manzana de la Discordia”, en el Paseo de Gracia, y el problema de establecer jerarquías de belleza y aquella rivalidad fingida de sus dos nietos, acabé sentenciando: «Los dos estáis a la espera; por tanto no estáis desesperados», con cierta sorna al decir “desesperados”, y reímos los tres con aquel juego de palabras que solo era una salida para dejar atrás un tema sin solución».

 

«Tras la cena, mis queridos nietos volvieron a Astur. La jornada siguiente, jueves 2 de abril, era día de trabajo para todos».

 

Las tres y media, señalaba el reloj de la VS en Namibia.

 

«Qué lenta está pasando esta noche, como si le costara trabajo irse. Larga noche, como largas debían de parecerles aquellas excursiones a algunos niños, en Miami, la primera universitas que visité, entre el 16 y el 20 de abril».

 

Y la mente de Edmundus se trasladó por unos instantes a algunas escenas que todavía le hacían sonreír.

 

«La “excursión de la sed” es una de las actividades más interesantes. Los niños de siete años llevan una cantimplora de la que deben beber solo hasta la mitad y han de compartir por turnos unas pesadas mochilas a lo largo de quince kilómetros. Hay normas estrictas. Siempre hay un porcentaje que falla en la prueba y que debe repetirla. Después, asimilan muy bien por qué fallan».

 

El filósofo tomó unos cojines, los situó en el suelo, se descalzó y se estiró un poco más cómodo.

 

«Me reuní con los que habían fracasado, todavía estoy viendo sus caras decepcionadas»:

 

—Levantad la mano derecha los que creáis que habéis fracasado y la izquierda los que sintáis que sois unos fracasados —les planteé.

 

«Levantaron la mano veintisiete que creían que había sido un fracaso, los cinco restantes pensaban que eran unos fracasados. Les pregunté que por qué creían que eran unos fracasados».

 

Sonreía ahora sin percatarse de ello, a pesar de la tristeza de fondo, mientras pensaba en sus caras asustadas.

 

«Una niña se animó a hablar, después de mucho mutismo, y dijo, ayudándose de las preguntas con que yo la dirigía, que no había ninguna diferencia entre haber sufrido un fracaso y ser unos fracasados, porque todo el que fracasa es un fracasado, ¿o no?, remató retóricamente. Los otros cuatro niños asentían a las explicaciones de su compañera. Entonces, les dije que iba a contarles un cuento. Todos callaron y se relajaron por primera vez en aquella tensa reunión»:

 

—Una madre tenía dos hijos, no decimos ahora si eran chicos o chicas. Había llegado el momento de que pasaran una prueba. Les envió a viajar durante un año por el mundo. Deberían valerse por sí mismos. Trabajar, sobrevivir y ahorrar parte de las ganancias. Uno de ellos triunfó muy rápidamente. Encontró en su primer destino casualmente una familia sin hijos que añoraba tener uno. Empezaron por alojarle en su casa, después se hizo querer y para evitarle que tuviera que marcharse le asignaron una suma de dinero mensual y le cuidaron y le mimaron durante ese año.

 

»El segundo empezó muy pronto a pasar calamidades y hambre, pues para todos los trabajos que buscaba le pedían experiencia, que él no tenía. Viajó a otro lugar buscando algo de suerte y empezó a comprender que tendría que trabajar en cualquier ocupación, una de esas para las que no es preciso tener experiencia. Por fin, encontró su primer trabajo, limpiando establos de animales, pero con lo que ganaba solo tenía para comer malamente y no le llegaba siquiera para el alojamiento; menos mal que se las arreglaba para dormir en las cuadras. Así que hubo de trasladarse otra vez.

 

»Su segundo trabajo, ordenando pesados bultos en un almacén, le reportaba el dinero justo para sobrevivir, pero por más que lo intentaba no era capaz de ahorrar nada. Pensando en la condición que le había impuesto su madre, decidió trasladarse de nuevo. Encontró un trabajo de grumete, para limpiar el barco, ya que no conocía el arte de la pesca. Por fin, al cabo del mes le quedaba un pequeño ahorro, pero enseguida calculó que en los meses que le restaban llegaría a ahorrar una suma ridícula, así que decidió de nuevo seguir buscando más fortuna. —Todos los niños atendían ensimismados y el hecho de oír hablar de algunas profesiones inexistentes para ellos daba aún más alas a su fantasía. Proseguí procurando que la entonación de las frases fuera la correcta.

 

»El segundo hermano probó suerte en otro lugar, donde también se faenaba en la mar. Esta vez le contrataron de pescador;  les dijo que tenía un poco de experiencia y que conocía los rudimentos de la pesca; en su mes de grumete había estado observando cómo hacían los pescadores y algo había aprendido por haberles ayudado a ratos. Por fin, pudo ahorrar aquel primer mes y los dos siguientes una suma algo importante. Pero la desdicha quiso que alguno de los marineros le robara sus ahorros. Nuestro segundo protagonista se quedó sin nada y tuvo que volver a intentar nueva fortuna. —Todos los niños dejaron sentir su cara de sobresalto.

 

»Ya habían pasado diez meses. Apenas si tenía tiempo para poder ahorrar algo. Pensó durante un instante renunciar a seguir intentándolo y volver fracasado al lado de su madre. Pero algo en su interior le encendió el ánimo y no se lo permitió. Lo intentó de nuevo. Le admitieron como ayudante de cocina en un restaurante, después de haber asegurado que sabía trocear y manipular bien el pescado. Con el sueldo tenía alojamiento y manutención. Ahorró los dos sueldos íntegros, aunque ello le obligó a hacer una vida muy austera, sin poder salir a divertirse y sin poder hacer amigos. Finalmente consiguió volver a casa con cien denarios. Su hermano volvió con mil, después de haber gastado otro tanto para salir con sus amigos».

 

«Entonces, llegado a este punto de la narración, volví a solicitar la opinión de los niños»:

 

—¿Quiénes de vosotros creéis que es el primero el que ha pasado la prueba a los ojos de la madre?

 

Tres respondieron que sí y veintinueve que no.

 

—¿Y quiénes de vosotros creéis que el segundo ha pasado la prueba a los ojos de la madre?

 

Treinta y uno respondieron que sí y solo uno que no. Edmundus tomó nota mental. Finalmente les preguntó:

 

—Levantad la mano quienes admiréis más al segundo que al primer hermano.

 

Treinta y uno la levantaron.

 

—Levantad la mano quienes creáis que sois unos fracasados.

 

«Solo uno levantó la mano. Se trataba de un niño al que sin duda había que desbloquear. La única ventaja, que a los siete años todo es plasticidad. El juego acabó con la entrega de trofeos».

 

«Les pregunté después si alguien cambiaba un premio por el disfrute de jugar... pero en lugar de responderme directamente clamaron enardecidos: "¡viva!, ¡viva!"  Y entretanto yo no me sentía menos niño que ellos, aunque debía aparentar seguir siendo adulto... ».

 

Cualquier estudiante de pedagogía citaría aquí sin dudarlo una de las sentencias más repetidas del sabio anciano: «Un psicópata es un niño hecho mayor que no ha llegado a “ver” los valores de las cosas».

 

Su concentración se rompió por un instante y fijó su mirada en el exterior: un hombre solo, tambaleante, avanzaba con dificultad, a aquellas horas de la noche, y parecía que no tenía un lugar preciso a donde ir. Tras la leve distracción, reinició, sin proponérselo, su historia mental.

 

«Después de la experiencia de Miami, vino Camberra y Bagdad y Namibia... todo experiencias fabulosas, hasta este aciago día».

 

Volvió a erizársele el cabello al pensar en aquel cadáver de diez años.

 

Sin embargo, la imaginación absorta trenzaba caprichosa sus recorridos a su antojo. Raquel le recordaba a Hatema, aquella niña de siete años que conoció en la “excursión de la sed” de Miami.

 

«Todo el problema apuntaba a un niño que según parecía se deshidrataba mucho más que los demás; él fue el causante de que Hatema llegara con menos agua de la exigida, por muy poco, eso sí. Y no se trataba de la primera excursión sino de la segunda, mucho más complicada, porque la eliminación funcionaba por equipos. Así que Hatema se sentía muy responsable. Llegué a emocionarme al ver cómo reaccionaron aquellos niños, en el juicio que se llevaba a cabo al final. Hatema dio su versión de los hechos y los demás juzgaron».

 

La noche oscura empezaba a clarear levemente, Edmundus seguía sin apenas cambiar de postura, meditaba y permanecía abstraído en algún lugar de su interior.

 

«Hatema se explicó muy bien»:

 

—Me parecía que Talín tenía verdadera sed, más sed que cualquiera… y que a él mismo le molestaba tener que pedir… eso se notaba… no era un abusón —acabó.

 

«Oído todo el informe, otra niña dijo que podían pasarse las gotas de agua que faltaban de alguno del mismo equipo y así asunto arreglado… y si esto no valía… que podía eliminarse también al grupo I el que más agua había conservado y que no había querido darle a Talín. Otra niña intervino para decir que si se eliminaban esos dos grupos, también a lo mejor había que eliminar al grupo de Talín, a los que algo de agua les había sobrado. Otro niño añadió que quizá había que eliminar a todos, porque deberían haber puesto todos un poquito de agua para Talín».

 

«Tomé entonces la palabra y les dije»:

 

—Como el tema es sumamente dudoso, lo decidiréis entre los treinta por votación. Las opciones serán: Eliminar solo al grupo de Hatema. Eliminar al grupo de Hatema y de Talín. Eliminar al grupo de Hatema, de Talín y al I. Eliminar a todos los grupos. No eliminar a ninguno.

 

«Después de quince minutos ya tenían el veredicto. En la primera votación quedaron los votos muy repartidos, sin conseguirse mayoría absoluta; hubo votos para todo. En la segunda votación, espontánea y extrañamente, hubo treinta votos para “no eliminar a ninguno”».

 

Otro sorbo de agua reanimaba las ideas en aquella memoriosa noche de trance.

 

«Felicité por aquella unánime y justa decisión a todos. Pero dije que el veredicto debería ser razonado y que alguien debería hacerlo para ver si todos estaban de acuerdo. Porque, además, había que asegurarse de que no se había obrado pensando en salvar el propio pellejo sino con el criterio más justo».

 

«Hablaron Talín, Hatema y Nerva.

 

»Talín dijo que si se hubiera podido eliminarle solo a él, eso hubiera sido justo… por abusón, y añadió que siempre bebe mucha más agua que los demás… y que al grupo de Hatema no se había atrevido a pedirles porque iban muy ajustados… y que a él le pareció que apenas había bebido nada.

 

»Hatema dijo que si se hubiera podido eliminarla a ella sola, hubiera sido bastante justo, por no haber tomado todas las precauciones… pero que ella vio que todavía le sobraba algo de agua y que Talín estaba rojo y muy sudado… y que le pidió que solo mojara la boca… y que casi dio en la diana… —al decir esto todos rieron— y que la cantimplora más justa no es la que tiene más agua sino la que se acerca más a la mitad y que la suya era la que más se había acercado… aunque se había pasado, es verdad. Habló Nerva, una niña muy querida y respetada por todos, y dijo que las matemáticas son sagradas… y que gracias a las matemáticas estaban discutiendo… pero que por culpa de las matemáticas también estaban discutiendo… —todos rieron la aparente contradicción y Nerva hizo un gesto para indicar que todavía tenía algo que decir— porque las matemáticas sabían medir muy bien el agua de la cantimplora pero no sabían medir igual de bien la deshidratación —utilizó esta misma palabra que sonó algo cursi a muchos— de cada uno… porque según esa matemática, cada uno debería beber una cantidad algo diferente… y que por eso, daba la razón a Hatema, porque había una matemática de los números exactos y otra matemática de los promedios justos… —Pensé que esta niña era sin duda muy superdotada. Los profesores que la conocían hicieron señas en este sentido; continuamos todos atentos— dijo, que bien mirado, en la votación no se había incluido una variante posible: descalificar a todos los grupos salvo al de Hatema, que era el único que había cumplido rigurosamente todas las normas... incluida la de dar de beber al sediento y que los 0,001 litros que le faltaban a Hatema no le faltaban a ella de modo voluntario, sino que lo había puesto ella arriesgándose para compensar la miseria de otros… El fallo de Hatema estuvo en que decidió arriesgarse… pero no fue un riesgo sin sentido sino un riesgo necesario… Por eso la solución mejor es que no quede descalificado nadie, porque ¿quién tenía que haber puesto el agua que le falta a Hatema? Es tan difícil de saber que tenemos que darlo por imposible».

 

«Retomé emocionado la palabra y dije»:

 

—Entonces, levantad la mano los que creáis que “la mitad del agua de la cantimplora” no se refería exclusivamente a un número matemático sino a un número matemático “justo”.

 

«Levantaron la mano los treinta como una sola flecha disparada al viento. Y sentencié»:

 

—Si nadie quiere alegar nada en contra, ya tenemos el criterio justo: “Nuestra mitad es una mitad matemática justa”. —Y todos aplaudieron, mientras se levantaban y comenzaba el regocijo de un nuevo triunfo.

 

«Está amaneciendo, las últimas horas han pasado más veloces que las primeras. La concentración es un atajo que tiene el tiempo», le dio por pensar al filósofo. Empezaba a tocar volver a la trágica realidad de Windhoek. «Tendré que despertar a Silvia, por si se ha dormido; pero todavía es pronto».

 

30

 

Mientras fenecía la noche, recordó los acontecimientos anteriores al trágico suceso, el mismo día que habían llegado sus dos nietos a Namibia.

 

«Dos niños se pegaron hasta hacerse daño y fueron juzgados por la asamblea de los trescientos para decidir si se les expulsaba o no:

 

»«Empezaste tú»… «No, fuiste tú el que me insultó primero»… «Los insultos eran en broma, pero el empujón me hizo daño»… «Pero ese insulto no se lo aguanto a nadie… prefiero un golpe»… «Yo no sabía que ese insulto fuera tan importante»… «Y por qué lo dijiste»… «Lo dije porque por culpa tuya perdimos el partido»… «La canasta casi entra… casi ganamos… perdimos porque perdimos… tú tampoco la hubieras metido… ¿cómo sabes que sí?…».

 

»Como presidente de aquella asamblea, tomé la palabra»:

 

—¿Qué insulto fue ese tan importante?

 

—Me llamó judío.

 

—¿Y eres judío?

 

—Sí, creo que sí… mis padres…

 

—Y, entonces, ¿por qué crees que te insultó… si te llamó lo que eres?

 

—Porque lo dijo con desprecio.

 

—¿Lo dijiste con desprecio? —le dije ahora, dirigiéndome al agresor del insulto.

 

—Lo dije en broma… y rabiado… y porque no encestó…

 

—Pero qué tiene que ver la palabra judío con no encestar.

 

—No lo sé. Solo sé que… —el niño no supo seguir.

 

—¿Dónde has oído la palabra judío?

 

—En mi casa…

 

—¿Y en tu casa se utiliza la palabra judío como insulto?

 

—No lo sé… a lo mejor…

 

»Entendí que el tema era complejo y lo dejé para ser tratado más en privado. Ahora la gran asamblea compuesta por aquellos trescientos niños entre nueve y diez años debía decidir»:

 

—Niños y niñas, ¡ya sabéis lo que ha pasado! Ahora sois vosotros los que tenéis que presentar propuestas de inocencia o de culpabilidad y en este caso, qué sanción sería la justa.

 

»Después de dos opiniones iniciales, intervino Raquel, una niña de ojos negros y piel canela. Dijo que todo lo que se había dicho le parecía correcto, pero que no era suficiente. Propuso que se consideraran tres faltas: la reyerta, empezar la pelea y la responsabilidad de la provocación. Remo había empezado a provocar con el insulto. David había dado el primer golpe. Y ambos habían peleado sin control. Restaba valorar qué trascendencia tenía cada infracción, de uno a seis, por ejemplo, y que esto se decidiera votándolo entre todos.

 

»Hubo un consenso general».

 

Pero mientras todo esto sucedía en el graderío al aire libre y se disponían a la votación, unos ojos escondidos, en la distancia, observaban con atención las caritas de aquellas criaturas... Tenía que elegir una para el sacrificio. Edmundus nada podía sospechar entonces de esta mirada.

 

«La provocación fue valorada con 6 puntos. El primer empujón con 3 puntos. Y la reyerta con 3 puntos. Así que a Remo se le adjudicaban 9 puntos de sanción y a David 6. Eso se traduciría en horas de trabajo para la comunidad.

 

»Para finalizar añadí que quien había comenzado la disputa debía pedir disculpas y quien la había seguido tenía que aceptarlas y hacerse una autocrítica. Todos refrendaron esta sanción.

 

»Tomó la palabra Remo para disculparse. Dijo que él no quería pelear, pero que sí era verdad que David le parecía raro y que quizá por eso había pensado que no había hecho ganar al equipo. «Lo siento», dijo, y se retiró cabizbajo.

 

»David le respondió que le perdonaba… —aunque lo dijo todavía con un poso de resentimiento—  Que lo mejor sería que nadie más se lo volviera a llamar de ese modo… «Siento... no haber encestado la última canasta... y también... lo otro».

 

Mientras comprueba que aún le quedan unos minutos, antes de reunirse con Silvia, un Edmundus dividido, entre la emoción del dolor principal que le tenía desvelado y todos aquellos chispeantes recuerdos, se sume en su última remembranza:

 

«Después de este suceso me enfrasqué con mis nietos en una conversación que acabó derivando hacia mi teoría estética sobre la religión»:

 

—Hace años estudié con mucha atención esta problemática… —les dije— hay cuatro planos que no hay que dejar de distinguir: el ético, el moral, el político y el estético. La “religión ética” se lleva en el corazón… quiero decir, en las ideas y en la sensibilidad que gobiernan nuestros principios en los que creemos... La “religión moral” se traduce en forma de normas sociales… Y la “religión política” se expresa mediante leyes comunes que regulan los conflictos.

 

—¿Y la “religión estética”? —preguntó mi nieta.

 

—La religión estética es un asunto muchísimo más complicado. Habría que decir que la religión empezó por ser estética… cuando se estaba formando, antes de que se convirtiera en una institución sólida con sus ceremonias, sus sacerdotes y su moralidad propia… antes de ser una institución moral y política.

 

—Suena muy interesante. Abuelo, aplicas tu teoría estética a temas inesperados —me animó él.

 

—La religión empieza siendo estética y nunca deja de serlo… se construye con elementos muy originarios de la sensibilidad y de la inteligencia simbólica —Y aquí eché mano de un ejemplo de un filósofo que amenazaba con convertirse en una perorata intelectualoide...

 

—Abuelo, no te vayas por las ramas… que te conocemos —me contuvo Silvia.

 

—Bien, pues eso… La religión es estética y continúa siéndolo siempre en su base fundamental...

 

—¿A dónde quieres llegar, abuelo? —preguntó Yóbrek.

 

—Quiero llegar al hecho de que, antes de que haya religión, hay ya una intensa y compleja estética en el homínido que canaliza multitud de ideas y sentimientos… y que es sobre esta capacidad estética sobre la que se eleva la religiosidad y la piedad y los ceremoniales sacros… y que, precisamente, cuando la religión desaparece, lo que queda al descubierto nuevamente, son unas necesidades de expresividad estéticas… que si no se llenan con la estética fácil de los alucinógenos y del cultivo de las cenestesias hedonistas, hay que llenarlas con pautas casi etológicas, hechas de obsesiones, fijaciones o manías… llevadas a la exageración y a la locura… o con rituales gregarios, musicales, de danza… hasta la extenuación… a no ser que el sujeto alcance su equilibrio estético a través del arte, la apreciación de la belleza o del cultivo de destrezas y, en definitiva, de una actitud creativa ante la vida…

 

—O sea —interrumpió Silvia—, que somos básicamente un “animal estético”, ¿no es eso?

 

—Sí, somos un animal estético, por supuesto. Un Aristóteles de nuestro siglo no tendría inconveniente en admitirlo. Sentimos con la piel y con las vísceras, pero también con las ideas y con las relaciones…

 

—¿Y esto qué tiene que ver, ahora, con el problema de los niños, y de los prejuicios religiosos?

 

—Tiene que ver porque si un no creyente llega a saber que un creyente se diferencia de él, en principio, porque canaliza de manera distinta determinados elementos estéticos… y viceversa… resulta de aquí que la distancia entre ellos consistirá ahora en algo muy parecido al gusto por una determinada pieza musical u otra. ¿Quién va a discutir por eso?

 

—Sí, pero los problemas no se acaban ahí —protestó con delicadeza él.

 

—¡Claro!, yo no digo que se acaben, sino que hay que empezar por reconocer ese origen… —Y tomé nuevo impulso—: Son las normas morales religiosas las que adquieren la forma de armas contra los infieles y actitudes inquisitoriales… y no el tener una estética religiosa o no… y, en una sociedad de múltiples morales esto es un verdadero problema, que solo se puede controlar políticamente, con leyes que preserven los valores éticos y que ordenen pacíficamente los morales.

 

—¿Y los niños… cómo hay que educarles? —preguntó Silvia.

 

—Con tres ideas básicas: que hay dos formas de encuadrar el mundo: con Dios y sin Dios… y que eso es una decisión de carácter estético… me refiero ahora a la estética más elevada, una casi mística. Segundo, que esto no podrán hacerlo hasta ser mayores y haber madurado… y elegido cada cual su propia estética. Esto quiere decir, que tendrán que tratar de ser coherentes… es decir, tendrán que encajar lo mejor que puedan todas las piezas que tienen entre las manos. Y tercero, cualquier religión anterior a la madurez pertenece a las familias y su validez solo viene dada por que transmita valores morales no contrarios a los valores éticos, recordemos, universales.

 

—Entonces, el Estado, la Confederación no debe educar en ideas religiosas.

 

—No. Pero debe canalizar los conflictos.

 

—¿Y los padres, pueden inculcar a sus hijos una religión determinada?

 

—No se puede impedir a los padres que inculquen aquellas ideas que ellos consideran mejores... Los padres tienen esta legitimidad en nombre de los valores éticos, pero estos vienen adheridos en la práctica a los valores morales correspondientes… entonces, lo que los padres deben educar también es la libertad de sus hijos… para que de adultos elijan su propia moral… Toda educación religiosa en la infancia debería de ser provisional…

 

—Creo que deberíamos cenar, ¡por razones estéticas y de hambre! —sentenció Silvia riendo su propia ocurrencia mientras arrastraba a sonreír a su hermano y a mí mismo, que también tenía hambre.

 

«Durante la cena, mi nieta volvió a insistir en no entender por qué la gente era tan tibia y aún mantenía dudas, en algunas áreas, sin decidirse por el maravilloso sistema educativo que yo había fundado»:

 

—Pásame una manzana y trataré de explicarlo. —Introduje la manzana en el pelador automático y estuvo pelada, troceada y lista para comer en cinco segundos. Mientras introducía trozo a trozo en la boca, procuraba avanzar, al tiempo que masticaba lentamente. Quería dar a entender con esta teatralización que en los fenómenos mecánicos se pueden acelerar los procesos, pero que las relaciones humanas no son solo mecánicas—  Hace casi un siglo que funciona el nuevo sistema económico mundial. Y funciona bien… pero ha empezado a viciarse... De hecho se ha viciado mucho ya. —Mis dos nietos me miraron inquisitivos, suponían a qué debía referirme, pero sintieron curiosidad, hicieron un gesto de atención con los ojos… y proseguí:

 

—El 50% de la economía es básica, programada y social y el otro 50% es economía libre, aproximadamente. Esta manzana procede de la economía programada, pero vuestra ropa… seguro que no la habéis adquirido en el programa oficial, sino en una compra alternativa y con un diseño de encargo. Gastáis vuestro sobrante como queréis, como hace todo el mundo. A mí me resulta más cómoda la ropa del programa oficial… ahorro tiempo y esfuerzo… pero mis libros no los obtengo del programa oficial.

 

—Sí, abuelo, vas a decir algo sobre ese último 50%, lo sabemos… no te atragantes… te escuchamos —dijo mi nieto.

 

—Eso es, la economía libre es muy sana para el buen funcionamiento de la economía programada… cubre huecos, dinamiza otras relaciones e impulsa la calidad y el desarrollo. Pero la economía libre tiene una tendencia natural a la concentración de capitales… quiero decir que si a un empresario le va bien y le sigue yendo bien… llega a hacerse inmensamente rico. Eso no representa problema alguno, porque esa riqueza no requiere que haya pobreza.

 

—Abuelo, muchos nos creen inmensamente ricos... —dijo ella, como si estuviera reflexionando en voz alta.

 

—Y sin embargo pertenecemos a una clase media alta. Viajamos cuanto queremos, elegimos nuestra vivienda a antojo, tenemos cuanto necesitamos… no nos falta lo imprescindible y nos movemos con un sobrante apreciable. Lo debemos a un trabajo intenso y a estar situados en la pirámide de cualificación del trabajo muy arriba. ¡Bueno!, ¡tú, Silvia, aún estás muy arropada por la familia y por tus becas! Veremos donde te sitúas.

 

—Abuelo, iba a contároslo más tarde. Hay varias universidades interesadas en mi investigación. Tendré que elegir entre ellas. Pero creo que para el próximo curso ya tendré trabajo… de profesora ayudante.

 

—Pero qué dices, ¡tonta!, ¡cómo no nos lo habías dicho desde el principio! ¡Eso hay que celebrarlo! —Yóbrek le estaba dando ya un beso y un abrazo.

 

—Bueno, bueno, ya lo celebraremos en su momento… —protestó ante tanta efusividad. No quería convertirse ahora en el centro de interés. Ya habría tiempo…

 

—Tienes razón. Eso requiere celebrarlo muy en serio. Y ahora no podemos como se merece.

 

—Abuelo, tú podrías, si quisieras, con todas tus clínicas y patentes, haberte hecho empresario, ¿no es verdad? —preguntó mi inteligente nieto, a sabiendas de que preguntaba ingenuamente.

 

—Sí, pero prefiero la investigación, mi trabajo y la paz de espíritu… No me atrae el mundo de la empresa… no quiero decir que no sea interesante… Tendría que dedicarme a administrar la acumulación de mis bienes… eso me distraería.  No sirvo para ello. Por eso mis clínicas no funcionan como empresas privadas… están colectivizadas.

 

—Vale, continúa —empujó Silvia.

 

—Sucede que ese 50 % de la economía libre se está desdoblando… Una parte es legal, conocida, transparente… pero otra parte es opaca e ilegal. ¡Economía sumergida! Y esta va en aumento cada año, porque como un cáncer no deja de crecer hasta que se erradica.

 

—Y es esa economía sumergida la que no está interesada de ningún modo en nuestro modelo educativo, ¿no es así? —concluyó Yóbrek.

 

—Así es. Has dado en el clavo.

 

—Pero esa economía sumergida no solo se enriquece ilegalmente sino que tiene cada vez más poder institucional, ¿o no, abuelo? —añadió ella.

 

—De nuevo, en la diana, ¡de lleno! —Y añadí animándome—: El problema de la economía sumergida es que para perdurar necesita hacerse con el control del poder… Todos sabemos que el juicio que hemos sufrido el mes pasado tuvo que ver con un ataque desde el poder de la economía sumergida… ya hemos visto que son más que conjeturas.

 

—Y cada vez reúno más evidencias de que el tema de Adolph está enteramente relacionado también con la trama de la economía oligárquica —añadió Yóbrek.

 

—Bueno, abuelo, entonces… nuestro sistema educativo… ¡dinos!

 

—Goza de buena salud, pero está siendo atacado.

 

—Habrá que hacer algo especial al respecto —propuso él.

 

—¿Pero, por qué dices que goza de buena salud nuestro sistema educativo? —interfirió su hermana.

 

—Es largo de contar, pero… en fin… se puede sintetizar. Goza de buena salud porque está ya demostrando que el troquelamiento existe y que nuestras hipótesis pedagógicas están en la buena vía. Habrá que mejorarlas, claro...

 

«De pronto, reparamos los tres en la hora y vimos que ya eran más de las doce de la noche. Había que detenerse. Así que señalé el final»:

 

—Vamos a la cama. Mañana hay que levantarse pronto y estar listos a las siete. ¡Mi último día! Y hasta el año que viene. Ya empiezo a sentir añoranza…

 

31

 

Definitivamente estaba amaneciendo, al igual que hace un día amaneció también con buen tiempo, después de haber caído durante la noche esa lluvia errática y tan difícil de pronosticar en estas latitudes.

 

«Todo olía a tierra mojada, agradablemente. Y todo el mundo pasó por los baños, por las duchas… y se disponían a entrar en los comedores, cuando empezó a cundir una inquietud y una alarma… ¡Raquel no aparecía por ninguna parte! Recordé a mis nietos que Raquel era aquella niña que había intervenido la última en el juicio sobre la reyerta, la niña de ojos negros y de piel canela.

 

»Yóbrek, como policía de Balance, tomó la iniciativa. Propuso que era mejor que la actividad siguiera discurriendo rutinariamente y así se aceptó por la directiva de profesores. Silvia dijo a su hermano que pasaba a estar a sus órdenes. Y yo comuniqué que mi programa del día era de puro observador, por lo que me despedía prematuramente para centrarme en el caso de Raquel.

 

»... Como capitán, mi nieto inspeccionó el cuarto de Raquel, que compartía con otras tres niñas. La cama no estaba deshecha. Sus compañeras se habían acostado antes que ella y la habían visto dirigirse a los baños, a las 21:45 aproximadamente. Hasta la madrugada no la echaron de menos.

 

»Poco después, Yóbrek organizó una batida con los policías que llegaron de Windhoek. Encontraron primero rastros de sangre, después, Silvia, mientras que su hermano recogía muestras del suelo, se asomó a un pozo artesano que había en aquel campo, y vio en el fondo un cuerpo que contrastaba en aquella oscura profundidad. La niña había sido violada y degollada. En el pozo artesano, por dentro y algo oculto, figuraba la firma de los Kirkstratos.

 

»Inmediatamente el capitán revisó todas las entradas y salidas que se habían realizado en el campamento. No le cabía duda. El bólido con el avituallamiento había traído consigo a un intruso. Este permaneció oculto en la sala de máquinas, cerca de los baños. Desde allí vio venir a Raquel y todo lo demás sucedió gracias al cloroformo, la oscuridad y la destreza asesina.

 

»Yo estaba desolado. Silvia ardía en una rabia infinita. Yóbrek decidió que dentro de dos horas partiría para Bonaire: tenía que apresar con sus propias manos, cuanto antes, a Adolph. Así lo comunicó a la central criminal de Balance. Media hora más tarde recibía el visto bueno.

 

»El asesino no había huido, se escondía en algún lugar, seguramente para continuar con los atentados. El capitán de Balance solicitó un escaneo de infrarrojos de toda la zona a través de ojos de satélite. En veinte minutos se localizó una radiación en el monte, que correspondía a un humano de cien kilos, escondido cerca de la ruta que pronto se utilizaría en otra de las excursiones. Una patrulla especializada le apresaba poco después. Dijo ser Joseph Kirk, iba disfrazado de tal. Una vez prisionero y sin disfraz intentó suicidarse, como ya venía siendo habitual, pero consiguieron reducirle.

 

»Media hora más tarde un bólido partía hacia Windhoek, en él íbamos Silvia, la directora del campamento, dos profesores, el cadáver de Raquel y yo. Debíamos pasar el trago duro de entregárselo a la familia. A la misma hora tomaba ruta otro bólido hacia las Antillas, rumbo a Bonaire. El capitán Delmundo quería llegar cuanto antes, iría a velocidad punta».

 

Era la hora, intentó beber un sorbo de agua, pero el vaso estaba vacío. La noche, con voluntad austera, había transcurrido. El abuelo se levantó con la intención de ir a despertar a su nieta. Como un soplo sonoro y sonámbulo, la oscuridad habíase apagado.