VII

 

Acoso

 

  

Bajo Atila, Azote de Dios, bajo Gengis-khan y bajo Timur, el jinete destruye y funda con violento fragor dilatados reinos, pero sus destrucciones y fundaciones son ilusorias. Su obra es efímera como él. Del labrador procede la palabra cultura, de las ciudades la palabra civilización, pero el jinete es una tempestad que se pierde.

 

(Jorge Luis Borges: Prosa completa, «Historias de jinetes»)

   

 

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El abuelo echaba mucho de menos a sus dos nietos, «no siempre van a estar a mi lado», se decía consolándose mientras empujaba cuesta arriba su maduro corpachón, sin ningún claro atisbo aún de vejez.

 

Reflexionaba caminando como de costumbre, a las ocho y media de la mañana por las cuestas de la Providencia hacia su Sanatorio. Pensaba en las insidias, en su manera peculiar de funcionar. «Ataques injustos que se cuelan por todos los lugares, y por los más insospechados, con total facilidad. Se expanden gratuita y velozmente, como sibilinas imposturas, y su falsedad es muy difícil de demostrar».

 

En los últimos dos días, desde el sábado, se habían cursado infinidad de cancelaciones de citas en todos los sanatorios de su red mundial. El 10 % de los casos en tratamiento se habían ido a probar otros métodos. Era casi un alivio, porque la presión del trabajo ascendía sin cesar. El ritmo de expansión de su método no podía seguir el paso de la demanda. Así que, visto de ese modo, iba a venir bien la racha de mala fama que sin duda iba a extenderse durante unos meses, quizá unos años. Pero no se trataba de eso, sino de la perenne lucha entre el bien y el mal. «Estoy muy lejos de caer en el maniqueísmo, creer que todo se balancea en dos mitades exactas: lo bueno y lo malo, no es eso. Pero sí es verdad que, localmente, a veces, lo que tenemos es la eterna lucha entre el bien y el mal». Y este era un caso claro, su caso frente a Adolph y su ejército y la organización que lo amparaba.

 

Empezó a concentrarse en el primer paciente de la mañana del lunes, del 10 de agosto, que iba a recibir a las 9:15. Mateo, un joven de dieciséis años, que no tiene ninguna patología grave, que no necesita ninguna medicación especial ni mucho menos ser bajado al Pozo. Un caso para principiantes, que a él le gustaba de tanto en tanto seguir recibiendo. Prefería no perder el contacto con todas las variantes de eso que llaman «la realidad», el doctor prefería llamarlo «la prosa de la vida». Después de ojear los puntos esenciales del expediente, se concentró durante el tiempo que le quedaba escuchando Tristán e Isolda, una ópera romántica del siglo XIX, de aquel estrambótico músico genial, Wagner. Disfrutaba especialmente con la voz soprano de Brunilda, más que con la de Isolda, y más que con la de Tristán. Era la voz más heroica de toda la composición, la que reunía los tonos más agudos, más sublimes… la que daba, según él, el sentido más coherente y superior a toda la historia… Brunilda, la que sufre por los seres queridos y la que siente la impotencia y la que conoce el atavismo trágico de los hechos...

 

Mateo venía por segunda vez. La primera cita transcurrió tomando sus datos, anotando sus síntomas, realizando algunos test elementales, para descartar patologías extrañas y para roturar un mapa aproximativo de su perfil. También se inició una primera charla de conocimiento mutuo. El doctor le había dicho en pocas palabras lo que opinaba del problema: «que era un proceso natural de la edad, que, por supuesto, podía enquistarse y que era mejor prestarle la atención debida… pero que no había que hacer una tragedia de lo que era un simple “paso dramático”». Le explicó lo que esto significaba, dándole una pequeña clase de literatura. El chico quedó agradecido al ser elevado a la importancia de un autor dramático, aunque fuera de escala secundaria... así fue como lo entendió.

 

—¿Qué tal te ha ido, en estas dos semanas, Mateo?

 

—Las vacaciones son un tedio total. Todos mis amigos están fuera. Mis padres me han castigado sin vacaciones. Laura, mi mejor amiga, casi mi novia, empieza a mirar a otro… Estoy fenomenalmente, ¿se puede estar mejor?

 

—La verdad es que te veo muy bien. El sentido del humor, la ironía y el sarcasmo son indicios de saber dónde se pisa… Así que no es fácil caerse.

 

—Pues yo me he caído y me cuesta levantarme.

 

—¿Cómo que te cuesta levantarte?, ¿no querrás aburrirte con una vida fácil?

 

Hubo un momento de tránsito, mientras se procedía a los saludos y a encender el diálogo, coincidiendo con el cierre gradual de la pieza musical en los últimos compases de la escena, con un sistema de apagado en el que el volumen iba gradualmente desapareciendo para no interrumpirlo abruptamente. La sala quedó en silencio. Y el silencio suele producir algún tipo de vértigo, él lo sabía.

 

—Bien, empecemos por el principio —El doctor revisó el cumplimiento de los ejercicios que le había señalado el día precedente durante un par de minutos, mediante una exploración rápida, con respuestas de simple asentimiento o negación. Después le invitó a que hablara, sin interrupción; debía contarle qué había sucedido desde la última vez que se vieron. Durante diez minutos el chico ensartó muy bien la historia de sus desventuras… y cuando empezaba ya a reiterarse, el doctor intervino—: Sigues odiando a tus padres, ya veo. Pero lo que quiero saber exactamente es si ha ido a más, a menos o si se ha detenido.

 

—Ha crecido, los aborrezco más cada día… no los aguanto. Me gustaría independizarme ya. ¡Perderlos de vista!

 

—Eso a tu edad ya sería posible, lo sabes. Pero debes firmar la emancipación económica. Y eso supondría que tendrías que mantenerte a ti mismo. Las becas de estudio te darían amparo, pero al menos el 25 % de tus necesidades deberías conseguirlas con tu trabajo productivo. ¿Es eso lo que quieres?

 

—Lo que quiero es vivir tranquilo.

 

—Como todo el mundo. A nadie le gusta que le empujen, que le atosiguen, que le dirijan en exceso, que le corten sus alas de volar… Es un indicio de salud que quieras eso. No sé de qué voy a tratarte —y sonrió con tono irónico, mientras se aseguraba de que Mateo captaba bien el planteamiento. Viendo que así era, prosiguió—. Ese odio que te ha nacido no puede desaparecer de la noche a la mañana, ni yo puedo con una varita mágica convertirlo en indiferencia o en amor. Eso es lo primero que tienes que saber. Es como un grano que hubiera salido, necesita desaparecer mediante un proceso de maduración.

 

—¿Y no puede extirparse?

 

—Pero es que ese grano eres tú mismo, no puedo extirparte sin matarte o destruirte parcialmente. La metáfora funciona hasta donde funciona, nada más. Son realidades que hay que captar directamente. O se ven o no se ven. No valen microscopios, telescopios, gafas, ni lupas…

 

—Sí, ya entiendo. Soy un grano que le ha salido al mundo.

 

—Eso es, eres un adolescente que quiere saber quién es.

 

—¿Y quién soy?, ¿cómo puedo saber quién soy? Y ¿por qué odio a mis padres? La verdad, me gustaría no odiarlos, pero los odio. Desearía que nunca hubieran nacido.

 

—La única forma de saber quién eres es indirecta y no tiene respuesta inmediata.

 

—Indirecta, ¿eh?, ¿cómo es eso?

 

—¿Quién quieres llegar a ser? Si empiezas a responder a eso, podrás ir desvelando quién eres…

 

—¿No me está usted haciendo trampas?

 

—Júzgalo tú mismo.

 

Transcurrieron unos segundos en silencio, sin que Mateo viera dónde podía agarrarse en el discurso. Qué tenía que juzgar él mismo, ¡quería respuestas, no preguntas! Ya tenía demasiadas dudas para que la terapia consistiera en sembrarle nuevas dudas. Edmundus prosiguió, después de observarle y de ver que no insistía en la idea de las trampas.

 

—¿Crees que tu odio es malo o bueno?

 

—Siempre me han dicho que el odio es malo.

 

—Pero ¿crees que tu odio es malo o bueno?, ¿cómo lo sientes tú?

 

—Lo siento como bueno y también como malo.

 

—¿Ves?, ya vamos viendo un poco más claro.

 

—¿Usted cree?

 

—Totalmente. ¿No crees que tu odio actúe como un mecanismo de defensa?

 

—Sí, sí, como un mecanismo de defensa, ¿cómo lo sabe?

 

—Entonces tu odio es bueno. —Transcurrieron unos segundos, necesarios para dar importancia a aquella gran conclusión—. ¿Y no crees que te está haciendo daño, que te impide desarrollar facetas positivas que han quedado destruidas?

 

—Por supuesto que me está haciendo daño, por eso estoy aquí. No puedo soportarlo más.

 

—Entonces tu odio es también malo. Tu odio es bueno y es malo a la vez. Ese es el gran dilema que tenemos.

 

—No me dirá ahora que debo madurar, que debo esperar, que es cuestión de tiempo…

 

—¡Has ido a alguna otra consulta!

 

—Sí, ¿cómo lo sabe?

 

—Entonces me mentiste. En el cuestionario del primer día, ¿recuerdas?

 

—Creí que no tenía importancia, que era mejor así…

 

—¿Crees ahora que haberme mentido es bueno?

 

—No me parece tan grave…

 

—Pero ¿crees que ha sido bueno o no?

 

—No ha sido bueno, en realidad… no había necesidad. Quería evitar rodeos.

 

—¿Pero el rodeo era mío o tuyo?

 

—Bueno, me equivoqué. Actué a la ligera.

 

—Eso es lo que importa.

 

—¿El qué?

 

—Que llegues a catalogar tú mismo lo que has hecho. Cometer una ligereza, me parece un diagnóstico muy ajustado.

 

—¿Y por qué es tan importante eso?

 

—Porque significa que eres capaz de mirarte a ti mismo al espejo, con distancia, como si fueras otra persona, y es así como empieza uno a conocerse a sí mismo. No engañándose. ¿Crees que es fácil engañarse a sí mismo?

 

—Totalmente.

 

—Pues eso. Estamos de acuerdo. —Transcurrieron los segundos de cambio de acto y el doctor prosiguió, y lo hizo volviendo a un tono irónico—. Bueno, ya sé lo que voy a recetarte. Que vayas limpiando tu odio malo cada día y que dejes actuar tranquilo al odio bueno…

 

—Sí, pero cómo hago eso. ¿No se estará riendo de mí?

 

—Sí, me río de ti. Pero cariñosamente.

 

—Ya, cariñosamente. ¿Y de qué me sirve? —Transcurrieron más momentos de silencio. A Mateo empezaba a darle la sensación de que el doctor no tenía mucha intención de tratarle en serio, de que no debía parecerle grave lo que tenía… Por eso añadió—: ¿Lo que me pasa tiene algún nombre o no?, ¿tiene cura o no?, supongo que no es grave, pero ¿puede agravarse?,  ¿cuánto? Si no va a curarme, acláreme por lo menos lo que usted sabe y yo no sé… para que la visita no sea inútil del todo…

 

—Mateo, ya has empezado a curarte. Pero tú no puedes saberlo. Fíate de mí. Lo que hay que hacer es que el proceso se acelere y sea irreversible.

 

—¿Y cómo hacemos eso?

 

—Es importante determinar si tus padres son culpables o no. Tú, ¿qué crees?

 

—Totalmente culpables, yo no soy un niñato… mimoso… mal educado… quejica…

 

—Por los datos que me has suministrado en los cuestionarios, puede decirse que sí, que son culpables… Ahora, trata de poner nombre a su culpabilidad…

 

—No se es padre ni madre para pasar de tu hijo como de la mierda… Lo único que saben es castigarme, cuando algo de mí les importuna. No hablan conmigo y nunca lo han hecho. Jamás han jugado en la infancia conmigo. Siempre me han llevado a campamentos mientras ellos disfrutaban de vacaciones sin el lastre de su hijo… Me alimentan, me vigilan a distancia y me ponen y me quitan castigos… Todo eso podría aguantarlo… tener unos padres grises… pero lo que no puedo aguantar es que me den mal ejemplo, en mi propia cara. Empiezan a beber a primeras horas de la tarde, en la cena ya ni pueden hablar normal. Los fines de semana y las vacaciones… ¡es mucho peor! Todo empieza por las mañanas. ¿Es que tengo que seguir el criterio de dos alcohólicos?

 

—Tus padres son, según esa versión, ¡culpables! Ahora, concéntrate. ¿Es culpa tuya que beban en exceso?

 

—No, ni hablar, yo siempre me he portado muy bien… no les he dado disgustos…

 

—¿Puedes, desde tu posición, hacer algo por ayudarles?

 

—¿Yo?, ¿ayudarles yo a ellos? Yo no soy el padre, soy el hijo.

 

—Pero podrías o no ayudarles en algo.

 

—Podría, pero muy poco, poquísimo, prácticamente nada.

 

—Pues es eso lo que te va a curar, irreversiblemente: lo que puedas hacer por ayudarles… ¿Sabes que un porcentaje altísimo de hijos de bebedores recaen ellos también en el mismo vicio?

 

—¿Quiere decir que yo también voy a volverme como ellos? ¡Ni de coña! Antes me muero —dijo con juvenil arrogancia.

 

—Dentro de unos años, si no curas bien esto… habrás, no obstante, pasado página… Y algún día tendrás alguna crisis de adulto que superar… Y, entonces, sin que tú lo relaciones, empezarás a beber, como tus padres, y te parecerá que lo que tú haces es distinto, pero te convertirás en un alcohólico como ellos.

 

—Me da asco solo pensarlo.

 

—Tus padres son culpables. Tú eres inocente, de momento. Pero te has contagiado de un afecto negativo, que te acabará haciendo mucho daño. Así que debes convertir ese afecto negativo en uno positivo. ¿Sabes por qué tus padres beben?

 

—Creo que su vida está vacía. Es su forma de llenarla.

 

—¿Tienen ellos la culpa de que su vida esté vacía?

 

—Supongo que no toda la culpa.

 

—Eso ya nos da un margen para la compasión.

 

—¿Podrías decirles que quiero verlos?, en mi consulta.

 

—Sí, claro, pero no van a querer venir. No quieren curarse. Ya me lo han dicho muchas veces. Ellos creen que su opción no es tan mala… que no hacen daño a nadie… que ojalá que todo el mundo fuera como ellos, ciudadanos trabajadores y pacíficos.

 

—Tú, diles que tengo que verlos, que es por ti. Vendrán, por curiosidad, pero vendrán.

 

—De acuerdo.

 

—¿Crees que odias a tus padres o a los alcohólicos en que se han convertido?

 

—Odio a los alcohólicos, lo que son ellos…

 

—Pues eso también es importante distinguirlo.

 

—¿De qué me sirve?

 

—Te sirve porque de ese modo puedes no odiar a tus padres cuando van a trabajar sobrios, y no odiar a los padres que fueron en el pasado antes de empezar con su hábito… y estar dispuesto a no odiarlos si en el futuro se curaran… Si divides y separas tus odios y si comprendes los procesos por los que se generan… puedes llegar a sustituir ese afecto por una gran fortaleza para buscar cosas que den sentido a tu vida. ¿No crees que consiguiendo eso, tus padres se alegrarían?, ¡por ti! ¿Y que eso también es una forma de hacer algo por ellos?

 

—O sea, que tengo que curarme, curándome.

 

—Eso es. Lo has comprendido. Te veo dentro de dos semanas. No dejes de hacer los ejercicios que te señalo —mientras tanto, hacía el gesto del habitual teclear que mediaba entre el paciente y la receta clínica—. Espero la llamada de tus padres. Bon courage, Mateo.

 

—Perdone, doctor, qué era lo que escuchaba poco antes de entrar yo.

 

—Lo que escuchaba… ¿yo?

 

-Sí, la música.

 

—Ah, ya, sí. ¡Espera un momento! —Y poco después le entregaba una grabación de la ópera—. Esto es también lo que te receto hoy. Escúchala e investiga sobre ella. El próximo día me cuentas tus impresiones.

 

Con el fin de que el esquema mental del doctor no tuviera que dar saltos abruptos, la mañana iba a transcurrir con otras cuatro sesiones más, todas patologías similares. Siempre que podía, las disponía de esta manera. Las consultas evolucionaban sin sustos, como un río bien embocado en su lecho. Pero una enorme tormenta mediática se había desatado en las principales cadenas de todo el mundo. Especialistas, expertos, admiradores y detractores: el caso era hablar del filósofo. Era evidente que aumentaba mucho las audiencias.

 

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El domingo 9 de agosto Yóbrek  [...]