VIII

 

 

Luz y niebla

 

  

 

 La necesidad es casi siempre el nivel de la conducta de los hombres.

(Jovellanos: «Informe sobre la libertad de las artes», Obras completas, X, pág. 513)

 

  

¿Por qué, si el Dios celestial, incorpóreo e inmaterial, es la fuente de la religión, hay tantas «apariencias zoomórficas» de la divinidad? ¿Por qué, si el hombre es el Dios del hombre, tuvo que erigir a tantos animales en deidades? Esto es lo que resulta inexplicable por las teorías no zoomórficas de la religión.  

 (Gustavo Bueno: El animal divino, 2ª ed., Escolio 3)

 

 

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Todo estaba dispuesto para aquel gran día tan esperado. Silvia estaba feliz. Tsang la acompañaba desde las últimas semanas. El abuelo y su novio no podían haber hecho mejores migas. Yóbrek podría picarse de envidia, si los viera. Su única preocupación, la suerte de su hermano, la tenía a medio resolver. Hace tan solo tres días, en el último contacto hipersecreto, según todas las prevenciones que ella detectaba, le había dicho: «Todo va bien, te lo aseguro. Tienes que fiarte de mí». No podía entrar en más detalles. Se verían el día 16, después de la presentación de su tesis, «cuando ya seas doctora», le había añadido cariñosamente. No podía decirle nada más.

 

El nieto de Delmundo había decidido que nada de todo aquello podía ser revelado a nadie, si quería que no hubiera interferencias indeseables. Solo Tullio, su contacto oficial exterior, recibía un informe escueto de los progresos y de todos aquellos datos que el comandante entendía que debía conocer, por si a él le sucediera algo. «Si fuera preciso relevarle, debía dejar franca esta eventualidad. Todo no podía recaer sobre unas solas espaldas. Demasiado arriesgado. Pero era igual de peligroso que sus pasos pudieran dejar alguna huella inoportuna».

 

A las doce estaba previsto el acto de defensa de la tesis. Una hora antes la sala estaba ya atestada. Permanecían libres tan solo los asientos reservados. Periodistas, historiadores, estudiosos, filósofos… habían querido asistir, viniendo de muy lejos. En las últimas semanas, Silvia había debido atender numerosas entrevistas, serias algunas y muchas otras ávidas de cotilleo. Pero era difícil esquivar a estas últimas, e imposible burlarlas a todas. Así que también había curiosos. Venían a ver en persona lo que salía en los medios. Era un procedimiento directo de poder ser protagonista de «lo que estaba sucediendo en el mundo», así lo experimentaban. Si por fortuna llegaban a quedar grabados públicamente, aquello podía ser motivo de satisfacción social y de parabienes familiares durante muchos meses después, figurando estas imágenes en todo tipo de redes menores.

 

Cuando entró en la sala Edmundus con un pequeño grupo acompañante, se elevó un clamor sordo similar al que producen las estrellas del espectáculo en una ceremonia comedida. Tenía reservado un asiento en la primera fila, a pocos metros de su nieta. Era imposible que se perdiera este acto, él, el verdadero director, aunque en la sombra, de la tesis. El aire de preocupación que se mezclaba con la plácida sonrisa que llevaba esbozada en el rostro, procedía de la profunda incertidumbre que le embargaba sobre el paradero de su nieto. «Sí, le habían tranquilizado, le habían dado explicaciones, pero por qué no estaba allí aquel día, haciendo un paréntesis, cualquiera que fuera su misión actual, y sobre todo, no llegaba a entender que no le llamara en todo aquel tiempo. Aquello no podía ser bueno». Junto a Delmundo se sentó Tsang, a un lado, y al otro, John, que no perdía de vista a Silvia ni un solo instante.

 

Los diez miembros del tribunal ocuparon sus asientos en una larga y solemne mesa. Se trataba de una de esas ceremonias que seguían cultivándose con el sabor de tiempos pretéritos. La fuerza de la tradición era uno de sus atributos. Los diez debían ser neutrales. Se impugnaba su puesto de inmediato si existía algún punto de contacto personal entre sus currículos y la del doctorando. La independencia estaba asegurada. Resultaban de un sorteo, que proponía a cien, y de una selección de estos siguiendo criterios de independencia, pertinencia, relevancia y ocasión. Los diez conocían bien de antemano lo que allí iba a ser juzgado. Disponían de síntesis de los principales apartados recibidas en las últimas semanas y estaban en posesión de un original íntegro de la tesis que había sido analizado con lupa convenientemente por ellos mismos y por sus respectivos equipos de investigación. “El dado ya ha sido lanzado”, pero, con todo, el acto de defensa siempre podía añadir un último giro o una última revelación.

 

Dos filas más atrás que Delmundo, Adolph, que había perdido todo rastro de su habitual efigie, esperaba pacientemente y emocionado su momento.

 

Silvia, desde una mesa lateral, en diagonal al tribunal y al público, subida también en el estrado, a cinco metros de sus jueces y a otros tantos de la primera fila de asistentes, sin nervios aparentes pero con toda la tensión exigida en momentos de máxima concentración, presta a defender su tesis, prefirió ponerse en pie. La presidenta le había otorgado la palabra, después del saludo y de la introducción ceremonial. Disponía de una hora. Salvo algún ruido de levísimo y controlado carraspeo y del roce del movimiento de los cuerpos, todo el silencio restante estaba pendiente de ella. Saludó primero y luego comenzó propiamente a hablar. Recordó, como introducción, las partes de que constaba su trabajo y luego empezó con los análisis y las valoraciones.

 

—Sé que la tesis que voy a defender nace en medio de dos corrientes “marinas” —enfatizó la metáfora— difícilmente conciliables. Las principales objeciones que seguramente van a hacérseme tendrán que ver con ello. Pero he preferido pensar en el mar como un todo. Y he querido ver unidos los océanos a los climas. Así pues, no doy importancia a que estas corrientes no confluyan sino al hecho de que entre ellas y los climas que describo haya una sólida consistencia —la doctoranda empezó aquí a acompañar su voz con ilustraciones (imágenes, gráficos, esquemas…) que aparecían en distintas pantallas virtuales programadas con antelación y distribuidas proporcionadamente en la sala. Iba combinando, así, su discurso, entre la argumentación de su retórica y las oportunas detenciones aclaratorias cada vez que pretendía subrayar aquella parte de su razonamiento que quería adquiriera un relieve determinado. En este momento era cuando utilizaba las ilustraciones. El relato se fue configurando entre la fluidez de una historia bien contada y el énfasis de puntualizaciones importantes.

 

—Mi tesis pretende reconstruir los últimos seis siglos. Pero no quiere ser el mero acto de una buena memoria selectiva ni solo una síntesis de un camino de regreso. Pretende establecer un orden, una clasificación, una racionalidad interna. Y aspira a mostrar algunas de sus causas profundas porque, osadamente, lo sé, ensaya también entrever la fuerza inercial lanzada hacia nuestro inmediato futuro.

 

Se detuvo algunos minutos en las imágenes de algunos precedentes que en su tiempo también intentaron un propósito similar, mutatis mutandis —así lo dijo, en un lenguaje doctoral—, y explicó lo fundamental de sus teorías. Se trataba de una mera selección, en la tesis podía encontrarse un capítulo entero dedicado a unos cincuenta historiadores y filósofos de la historia. Desfilaron por su boca nombres como Hegel, Comte, Marx, L. Morgan, Darwin, Nietzsche, Spencer, A. Toynbee, Max Weber, Marvin Harris, Gustavo Bueno, Ramírez, el gran historiador mexicano del siglo XXI; y más recientemente, H. Polanski, la filósofa polaca, V. Müller, la historiadora alemana, y Hashimoto, el japonés que consiguió unir las historias de Oriente y Occidente, y en los años presentes destacó a la profesora neozelandesa V. Domett y a Edmundus Delmundo —«de quien lo he aprendido casi todo», apostilló al decir su nombre.

 

—Soy consciente de que los historiadores serios desconfían de los grandes relatos,  aunque se basen en una estricta historiografía. Pero ¿cómo podríamos hacer historia si no estuviéramos dotados de escalas de medición como la Prehistoria, la Antigüedad y el Medievo? ¿Es que estas síntesis no son grandes relatos? —sentenció con fuerza, consciente de que el principal obstáculo que tenía que superar era mostrar que sus tesis filosóficas no se alejaban de una verdadera praxis historiográfica.

 

Siguió con este mismo argumento unos minutos más, hasta que le pareció que la idea que defendía había quedado ya perfilada para quien quisiera verla: «Sin “filosofía de la historia” no hay historia».

 

Ya había transcurrido más de media hora y, por ello, Silvia se dispuso a entrar en la defensa de las grandes conclusiones a las que había ido arribando en todos aquellos años de estudio.

 

—Mis principales conclusiones tienen que ver, primero, con un nuevo modelo de idea de Progreso, cuestión compleja en la que aquí no voy a entrar. Segundo, con una propuesta de ordenación de los últimos seis siglos: Ilustración, el “cuello de botella” que une el pasado con nuestra época. —En el gráfico proyectado se veían claramente las distintas fases recorridas: Edad tecnológica (siglos XIX y XX). Edad globalizada (siglos XXI y XXII), «en la que se hizo imposible la “independencia” política y económica», aclaraba. Edad holizada (siglos XXIII y XXIV), «en la que los cambios llegaron a todos y cada uno de los seres humanos del planeta» —«eso implica la holización», lo pensó pero no lo dijo, era un término sobradamente conocido.

 

Le tocaba entrar ahora en lo que sabía más polémico. Interpretar el presente, no solo desde la inercia anterior sino, además, como instrumento del “futuro histórico”, concepto aberrante para algunos.

 

A Adolph le atrajo singularmente la idea de ese futuro “histórico”, interpretado a su manera.

 

—Tercero, la propuesta de que estamos entrando en nuestro siglo XXV en lo que podría denominarse la Edad “patológica”. Con ello he querido apuntar el conjunto de enfermedades límites que quizá no nos sea posible, ya no eliminar, sino ni siquiera poder controlar adecuadamente. Son enfermedades del espíritu, una vez que las físicas han sido controladas por la medicina genética, la nanotecnología y el controlador subatómico —estas etapas fueron ilustradas con una selección de gráficos que contenían datos que mostraban las grandes tendencias apuntadas con sus conceptos.

 

—Cuarto, las causas a gran escala que están actuando como soporte de estos desplazamientos históricos. En el breve tiempo que me resta, solo podré mencionar las conclusiones más gruesas, con apariencia de poco fundadas, pero invito a todos a recorrer sus cimientos construidos con toda la minuciosidad de que he sido capaz —decía esto a sabiendas de que a partir de ahora la tesis era ya pública.

 

—Si he llegado a una conclusión suprema, sería esta... —y se centró en describir las causas profundas subyacentes que venían troquelando la vida social de la humanidad: hasta el siglo XVIII, la supervivencia fue la clave de todo. A medida que el afán de sobrevivir entraba en una inercia estable, los siglos XIX, XX, XXI y XXII se centraron en el dominio del hombre sobre la naturaleza. A la altura del siglo XXIII, las leyes naturales han sido ya controladas hasta un punto en que el ideal de supervivencia de la especie solo está amenazado por su propia autodestrucción o por hecatombes cosmológicas o climatológicas.  

 

—Parece que se ha alcanzado en las últimas décadas un equilibrio bastante estable, aunque estos últimos meses creemos haber entrado en una nueva crisis —comentó fuera de guión, y Adolph se revolvió vanidosa y levemente en su asiento, sabiendo que aquello se decía en su honor.

 

—Me atrevo en mi tesis a postular que ya hemos abierto una nueva edad que se encamina hacia un dilema: llenar el lugar que habían ocupado las religiones durante siglos con una nueva “estética axiológica” —se disculpó con el gesto por el tecnicismo, aún desconocido para muchos— o degenerar como especie. Sé que es una hipótesis osada, pero puedo afirmar que todas mis investigaciones tienden a coincidir en este punto.

 

—Estoy convencida de que tenemos medios para no degenerar como especie —dijo esto último a sabiendas de que era su última frase, con magistral concinidad discursiva, cuando el reloj frisaba el minuto sesenta, y a modo de colofón, cierre y saludo. Aunque eso era lo habitual, sonó un clamoroso aplauso, que llenó aquella sala de calor y de optimismo. Después de todo, las dos plantas estaban abarrotadas y tantas palmas debían resonar en oleadas unas con otras, potenciadas por el techo abovedado que devolvía sin saberlo el aplauso enardecido.

 

Cuando los agasajos se iban ya diluyendo en entusiasmos cada vez más inaudibles, la Presidenta del Tribunal agradeció a la ponente el haberse ajustado al tiempo y anunció que se procedía a una hora de preguntas que irían planteando por turno ellos, los jueces de aquella prueba académica. Fueron tomando la palabra, en un orden señalado, uno tras otro —el tribunal lo componían cinco hombres y cinco mujeres.

 

El estribillo que fue sonando se refería sobre todo al desencaje que podía haber entre el conjunto de datos bien historiografiados —en esto iban coincidiendo todos— y las tesis filosóficas generales a las que se quería llegar.

 

Silvia iba tomando nota de las cuestiones que se le planteaban, envueltas en aquellos considerandos, e iba trazando el mapa mental de la estrategia de defensa, no solo una a una, sino del conjunto. Tras la exposición del tribunal, habría veinte minutos de descanso, que el doctorando utilizaría para preparar su defensa. Y, después, media hora de respuesta a las cuestiones planteadas. Finalmente, el tribunal se reuniría para deliberar y, en un plazo no superior a una hora, establecería la calificación obtenida. Normalmente este último trámite se resolvía en diez o quince minutos. Poco después de las tres de la tarde, todo habría acabado ya. Y podría empezar su nueva etapa, como profesora de Universidad.

 

Tomó finalmente la palabra la Presidenta. En primer lugar hizo un rápido esbozo de las coincidencias que se apreciaban en el conjunto del tribunal. En segundo lugar, procedería a dar su opinión personal y a plantear su cuestión... Muchos se fijaron en que espurreaba con su saliva al hablar.

 

Un clamor empezó a subir desde el discreto silencio hacia un inesperado desorden. La Presidenta presintió en los primeros segundos que su crítica era antiacadémicamente rechazada, ¡aquello era intolerable!, pero acto seguido se apercibió de que en el extremo derecho de la mesa presidencial un miembro del tribunal se había desvanecido desplomándose de golpe. En el otro extremo sucedió lo mismo con la catedrática de Chicago. Ella misma empezaba a sentirse mal, mareada. Entre el público, la excitación iba en aumento, imparablemente. Por todas partes se hacían remolinos. Aquí y allá caían desvanecidos, como muertos. Y todos empezaban a sentirse mal. ¿Qué estaba sucediendo?

 

Sentado en la tercera hilera de asientos, Adolph asistía impasible a aquel ceremonial del derrumbe. Cinco minutos antes, había puesto en marcha desde su carnet el dispositivo de expulsión del gas koimezeico. Aquel edificio todavía conservaba los antiguos conductos de un sistema de calefacción ya en desuso. Los datos del subsuelo que le había enviado Holmes, más sus averiguaciones sobre la red de alcantarillado antiguo le habían dejado expedita la entrada nocturna en aquel vetusto edificio. No más que coser y cantar. «Las alarmas de seguridad podrían renovarlas más a menudo» —pensó Adolph—, aquellas no fueron difíciles de neutralizar. Dentro de un minuto todos habrían caído, menos él, el único que había tomado el antídoto. Sus dos robots guardaespaldas, para los que no había permiso de entrada, recibirían su orden, entrarían, se enfrentarían a John y le inutilizarían. Él, entonces, recogería del suelo a Silvia, y salvándola de aquella hecatombe la llevaría en brazos hasta su bólido, aparcado a unos pasos, y saldría volando. Dentro de siete días exactamente, el cadáver de la nieta de Delmundo colgaría del faro de Alejandría —su réplica del siglo XXI— con el siguiente mensaje: «Quien osa cambiar la recta línea de la luz, ha de morir, para que el faro intemporal siga iluminando a la humanidad». La policía seguiría las múltiples pistas falsas, en las que algunos de sus hombres inevitablemente caerían. E invertirían el resto del tiempo en indagar cómo pudo suceder aquello. Si actuaban rápidamente, muchos se salvarían del gas tóxico, Edmundus seguro, por su gen longevo. Él, mientras tanto, desde Antioquía, esperaría siete días y después a Pérgamo, y en el plazo justo, caería el nieto. La opinión pública mundial nadaba en un mar de zozobras; el mejor escenario para introducir su reforma definitiva. Casi todos accederían cuando conocieran las condiciones: favorables para el gran dócil rebaño. Este era el plan trazado por Adolph.

 

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¿Qué hacían aquellos dos hombres pretendiendo sujetarle? ¿Quién se atrevía?  [...]